LA HORA DE MARGARITO
Antonio Margarito volvió a dar otra muestra ciega, descarnada y fenomenal de su carácter, su determinación, su deseo, su voluntad y su sed implacable para ir sin descanso en la búsqueda de la victoria. Fue el mejor. Y lo fue demostrando con paciencia y perseverancia. Construyó el mayor triunfo de toda su carrera asentándolo sobre la base del más temible de sus recursos: la fuerza ilimitada de la autoconfianza. Volvió a su esencia. Y volvió a maravillar con eso tan simple. Sencillamente. Con lo más conocido de su repertorio. Ganó, como dice el mexicano Jorge E. Sánchez, cronista de ESPN, porque Cotto se dejó intimidar, porque nunca le habían presionado tanto y porque nunca le habían tirado 200 uppercuts. En definitiva, Cotto se preocupó más por no recibirlo que por conectarlo. Porque detras de la mejor estrategia que el borícua podía implementar para neutralizarlo, velaba la incipiente clave de su propia derrota. Pelearle de una forma inteligente, era desde el principio, empezar a doblegarse y a caer derrotado ante la voluntad superior del mexicano. Sobró la inteligencia, la voluntad hizo tronar la voz de su presencia y volvió a ganar el BOXEO, el gran BOXEO que todo el mundo quiere ver.
Y Margarito lució un estado físico impecable, inusual, exactamente propicio para llevar adelante su modesto plan: dejar actuar a la fuerza de su voluntad impertérrita. Cotto acabó por entender que no importaba lo que el hiciera, Margarito iría hacia adelante cada vez con más fuerza y más empuje. Y todo maduró a un ritmo, a un tiempo y en los plazos en que debía suceder y ocurrió de todos modos, por más que en el universo de las cosas predecibles flotaba el sentimiento de que la providencia podía aun interceder en favor del isleño para rescatarlo de lo inexorable. Porque Cotto actuó como dictaba la razón. Su tarea de los rounds iniciales fue superlativa. Le sobrevino ese contratiempo de los cortes y la hemorragia nasal desde demasiado temprano, justo cuando estaba dominando el concurso de las acciones desde la suficiencia de la velocidad de sus ganchos y sus rectos contraofensivos. Pero los cortes y lastimaduras estaban en todos los cálculos a priori y todos sabían que podían suceder. Ya habían sucedido otras veces sin un resultado decisivo. Y por eso, si uno se atiene a la objetividad de los sucesos y no se deja influenciar demasiado por esa azarosa circunstancia de la contienda, deberá contabilizar a favor de Cotto casi la totalidad de los 6 rounds iniciales.
No estoy de acuerdo en considerar que sus golpes no "hicieran daño" o que por su inocuidad para lograr el efecto concreto de detenerle el avance a su tenáz rival, tuviera ya delante de si "la suerte echada". Esa estrategia pudo ser ganadora, no hay forma de demostrar racionalmente que no lo fuera. Pero en el terreno de la carne, de la sangre y del dolor, la voluntad tiene la última palabra siempre. Cotto empezó a ceder desde lo psicológico mucho antes que desde lo táctico o lo físico. Quizas llegó a sentir de cerca la posibilidad de elaborar su triunfo sobre la reiteración del esquema mezquino de "escarceos y escaramuzas". Dominó con cierta claridad en ese terreno de los estilistas, pero tal vez no aceptó el destino de tener que llevarse una victoria así. Casi escapando, casi sin dar combate. Lo debe haber sentido indigno de sus antecedentes y de su verguenza deportiva.
Algo debe de haberlo perturbado, porque a partir de esa inestabilidad psíquica, sobrevino la comisión de errores tácticos que terminaron minando su resistencia física. Luego de un octavo round ejemplar y en contra de las recomendaciones expresas de su propia esquina, de no abandonar el centro del cuadrilátero, de no cesar en su traslación, de no cesar en su contínuo escape de la zona de fuego, a partir del noveno round se quedó estacionado en los cruces por mucho más tiempo del que uno puede encontrar comprensible. Se dice que Tony ganó a partir del inmenso trabajo al cuerpo (lo reiteró él mismo) en los primeros pasajes, pero yo creo que no, que no fue tan así, que no fueron unos "ganchitos" y "opers" los que derrumbaron la moral del ex-invicto. Este fue más que nada un choque de voluntades, y la voluntad de Cotto flaqueó ante la perspectiva de no poder ganar en el terreno que prefería como latino, como macho, como hombre que es. Fue voluntario de parte de Cotto, en esa novena vuelta, intentar pararse a contradecir a todas las lógicas del manual. Cotto prefirió morir intentando parar, disuadir y hacer retroceder a Margarito (que lo había llevado por delante durante toda la pelea de manera indecorosa). Y en todo caso esa fue su elección, no su "error".
A partir del noveno, Tony Margarito tuvo la oportunidad de cruzarlo muy fuerte arriba porque Cotto accedió a pelearle en el terreno menos favorable para si, y más favorable para el nuevo campeón. Y lo hizo principalmente para no lucir como un cobarde. Renunciando definitivamente a sus chances ciertas, Miguel Cotto se alumbró con la fuerza interior de los verdaderos campeones y terminó inmolado ante la verdad casi dogmática que regía este duelo desde el comienzo. Si se paraba a pelear, saldría lastimado. Esa era la hipótesis más previsible de todas. Al abandonar su plan estratégico de hacer una luz de diferencia en los puntos al principio del combate, entrando y entrando con su mayor velocidad, enredando el estilo parsimonioso de Margarito hasta hacerlo deslucir, para luego administrar esa ventaja hasta el final "saliendo y saliendo con su dominio del movimiento de piernas, aun cuando se dejara la supuesta mala imagen de los estilistas... Al tirar por la borda todo ese libreto, se apartó del Tártaro del triunfo que aparentemente le vendría renegado de su sangre y se abrazó al paradójico Valhalla de una muerte muy heroica y muy insólita.
"La Batalla" fue la síntesis, el conjuro de la imaginación de miles y miles de fans diseminados en los más diversos lugares del planeta. Resultó igual en todas sus formas a lo que ya existía dentro del ideario colectivo. Fue todo ideal. Todo normal. Nunca nada se pareció tanto a si mismo. Y pocas veces el espectáculo colmó de manera tan precisa las expectativas previas. No en vano se vendieron más de 10 mil asientos en vivo y la inverosímil cifra de más de 400 mil abonos de Pagos Por Evento.
La batalla prometía el dominio táctico inicial del más técnico, del más veloz, del más dotado. Y la incesante presión de principio a fin del más guerrero, del más duro y más batallador, que crecería sobre el cierre. Prometía acción, vértigo y el dramatismo del desenlace incierto. Aunque esa incertidumbre se resumiera en solo un par de posibilidades: sortear el difícil arte de caminar por la cornisa del nocaut y llegar hasta el round número 12 para seguir ostentando el invicto, o sucumbir inexorable y penosamente en el intento. Estaba dicho y anticipado: el sorprendente estado físico de ambos púgiles, el entorno del show que rodea a la competición del más alto calibre, el desbordado apasionamiento de dos pueblos de fuerte tradición boxística, el duelo de las idolatrías que partiría (y paralizaría) los corazones de toda latinoamérica, estaba sentenciado que la notable mejoría de ambos boxeadores en el afianzamiento de las líneas más claras y visibles de sus estilos resultaba en una parada de antagonismos, que la incontrolabre fuerza de la confianza despertada, los había puesto en una encrucijada de la que solamente se saldría con una victoria rotunda, plena y lograda sin interferencias ajenas al lenguaje de los puños. El lenguaje que debía hablar más claro que nunca en lo que sería "la hora de la verdad". Y todo eso aconteció de la manera pensada. De una manera vislumbrada casi colectivamente.
"La batalla" es candidata firme -casi un número puesto- al prestigioso laudo de FOTY (Fight of the Year) de la Revista Ring Magazine. Pero careció de uno de los condimento más preciados con que se sazonan todas esas páginas: la conmoción de la sorpresa, la impronta de lo imprevisto. Es probable que sea más propicio asociar este CLASICO con otras páginas igualmente trascendentes en esta noble ciencia. Esta pelea significa una bisagra en el tiempo de algunos de los más grandes campeones que han transitado por la categoría de los welters. Floyd Mayweather, Oscar de la Hoya, Shane Mosley son algunas de las lápidas que parecen quedar selladas para siempre en los anales de la historia. Ahora es Tiempo de Tony Margarito. Lo que ocurra de aquí en más ha de llegar forzozamente por la puerta del futuro y no por la del brillante sendero de antaño.
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